Al medio día
- Severa Flor
- 22 ago 2020
- 3 Min. de lectura

Ilustración: Camila Tabares
El sol incandescente de mediodía daba la pauta del fin de las clases y era momento de partir a casa, como de costumbre, salí con mi grupo de amigas. La primera parada la hicimos a unas cuantas cuadras del colegio - por donde vivía una de ellas -, allí aprovechamos para tomar agua y escabullirnos del sol bajo un árbol.
Recuerdo que reíamos mientras ‘echábamos cuento’ cuando sentí que una mano apretó fuertemente mi nalga. Miré de re ojo y vi asomar por encima de mi hombro una cara roja - casi diabólica - con una sonrisa que reflejaba la satisfacción de haber ganado algo.
La risa se disipó, en mis oídos sentí presión, la temperatura subió a mi rostro, mi corazón se aceleró y quedé congelada. Fue cuando este hombre giró por la tienda de la esquina y lo perdí de vista que pude sacar mi voz: “Un ‘man’ me acaba de tocar la nalga”.
Tenía catorce años y recuerdo sentir un profundo terror que no se disipaba aunque continuara caminando. Llegué a casa. Mi mamá (al enfrentarse con mi cara pálida del susto) me preguntó: ¿qué te pasó?... Estuve a nada de quedarme callada; hasta que tomé valor y le conté lo que había pasado.
Mi mamá estalló en cólera, así que salimos a buscar al sujeto para “hacer justicia”, sin embargo, oraba para que no hubieran resultados, simplemente no quería volver a verlo. Durante el recorrido, nos topamos con unos policías que se unieron en la maratónica búsqueda, pero en las calles ‘no había un alma’, solo polvo y hervor en el asfalto. Al final, mis plegarias tuvieron éxito: no dimos con su paradero.

Ilustración: Camila Tabares
He de decir que en ese entonces el acoso no era un término que existiera y por ende no era una conducta punible (más allá de una noche en el calabozo). Era mi palabra contra la de ÉL, y precisamente por mi edad y el arraigado pensamiento de: "los niños- las mentiras", no era muy factible que la palabra de una niña pesara más que la de un hombre, no iba a ser más qué puro ‘embuste’.
Ahora, vienen a mi mente memorias de las siguientes noches donde continuaba orando para olvidar la primera vez en que sentí que mi cuerpo no me pertenecía, que a cualquier hora y en cualquier momento, alguien podría tocarme sin que yo pudiera hacer algo al respecto. El día en que me sentí avergonzada, ultrajada, sucia, y menospreciada. Y para ‘colmo de males’, yo pagaba las consecuencias (puesto que aunque era él quién debía estar encerrado), yo, no podía salir de casa - tenía la orden estricta de mi madre de no estar sola o acompañada por las calles -.
Han pasado más de diez años pero me siguen inundando las preguntas sin respuestas, ¿Acaso me reconocerá?, ¿habrá hecho lo mismo con alguien más?, ¿lo volverá a hacer?, ¿qué hubiera pasado de haberlo encontrado ese día?
Hoy puedo mirar atrás y contar mi historia, por eso siento que guardar silencio no es una opción. Hoy luchamos para que se dejen de lado excusas y palabras machistas que “justifican” al agresor: “¿Qué hacía una niña por ahí sola?”, “¿Qué hacía tan tarde en la noche bailando con sus amigas?”, “es que se vestía de una manera provocativa”, “tan exagerada, solo le tocó la nalga”. Nadie tiene derecho a tocarnos sin nuestro consentimiento y nada justifica la violencia hacía nosotras.
Está claro que la culpa no es mía por salir del colegio e ir con mis amigas caminando a casa, la culpa no es porque las mujeres salen solas a bailar, a jugar o a caminar por las calles. La culpa es creer que es mi culpa por ser mujer.
Por Brianna Márquez Cordero
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