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Silencio

  • Foto del escritor: Severa Flor
    Severa Flor
  • 20 ago 2020
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 21 ago 2020

Una historia real de acoso y abuso sexual


Año 2020, pandemia, julio. Sofía* me pidió contar su historia de acoso y abuso sexual. Confieso que tenía miedo al relatar los hechos, pues no quería que el dolor generado por la empatía me hiciera protagonista.


Ella y yo somos amigas, razón por la cual me pesaba más el hecho de narrar su historia. Así que, al hacerlo, atravesamos años de peso y silencio en la vida de Sofía, los que cargó a cuestas.


Sin ánimo de halagar, quiero hacerle saber que la admiro, que los cimientos de lo que es hoy no siempre fueron sólidos, pero que hizo con ello la base de un corazón noble, justo y apacible. Sofía, la intrépida, decidió contar su historia no sólo para hacer catarsis sino, también, para que todo aquel que la lea sepa que también su voz será escuchada.

*El nombre fue cambiado con el ánimo de respetar su privacidad.


Capítulo 1

A la edad de seis: Shh…

Ilustración: Angélica Álvarez

 

Un domingo después de salir de la iglesia fui con mi familia a casa de un amigo de mi papá. Nos había invitado a un almuerzo.


Este señor tenía dos hijos, uno de 14 y otro de 16 años más o menos, con quienes jugué al finalizar la comida. En ese entonces yo tenía 6 años.


Mientras nuestros padres conversaban en la sala, nosotros nos metimos en el carro que se encontraba en el garaje. En esas, me dice el niño de 14 que nos pasáramos para la parte de atrás del auto, justo en el espacio debajo de las sillas. Sin pensar mucho, lo hice. Estando ahí, ese chico se lanzó a besarme, se alejó, lo volvió a hacer y quedé congelada. Él puso su dedo índice en la boca en señal de que me quedara callada y, acto seguido, empezó a tocar mis partes íntimas por encima de la ropa. 


Una vez logré reaccionar, salí corriendo del carro huyendo a donde mis papás, aún sin entender muy bien la situación, pero con la incomodidad de saber que lo que acababa de pasar no estaba bien. Estando con mis padres, me pidieron que siguiera jugando con los niños mientras ellos sostenían la conversación de adultos.


Recuerdo tener miedo y no querer volver a ver a estos chicos, así que me metí a una habitación, me acurruqué debajo de la cama (pese al olor y las heces de perro que habían ahí) y me quedé en silencio. Pasarían unos minutos hasta que aquel chico me encontró y se metió debajo de la cama conmigo, donde me preguntó que qué hacía ahí mientras me volvía a tocar. 


Todo parece mentira, como una pesadilla. Siento vergüenza por mí, lo que pensará mi familia y el círculo social donde fui criada. 


Ilustración: Angélica Álvarez

 

Capítulo 2

Ocho años: dos chicles


A la edad de ocho años vivía con mi familia en un barrio “tranquilo” ubicado al norte de Armenia. Cerca de la casa había una tienda donde atendía don Daniel, quien en ese entonces tendría unos 50 años, y siempre que iba con mi papá a comprar algo me regalaba dulces de ‘ñapa’. Recuerdo ir a ese lugar varias veces, sola, a comprar cosas para la casa y luego quedarme jugando en las máquinas de azar gastándome las ‘vueltas’.


A mis 20 años lloré, sentí vergüenza y me sentí como ‘un culo’ tras recordar migajas de esta historia que, en mucho tiempo, creí que no me afectaba. Algo, no sé qué, trajo a mi memoria la imagen viva de ese ‘man’ (el tendero) moviendo la vitrina de la tienda mientras me tomaba del brazo y vigilaba que no lo viera nadie para luego besarme.


Recuerdo que desabrochaba los tirantes de mi overol (el cual me habían regalado en conjunto con una camiseta de rayas el día de mi cumpleaños número ocho) y me tocaba; al finalizar, él me daba dos bolitas de chicle. Ahora, a mis veinte, me cuestiono por qué los recibí, como si mi cuerpo valiera eso: dos chicles.


De pronto olores, ropa, cualquier cosa, me pueden llevar a ese momento, donde los únicos testigos éramos él y yo.


Ilustración: Angélica Álvarez

 

Capítulo 3

A mis trece: un secreto


A mis trece años nos mudamos al barrio Granada. En la cuadra donde vivía había una tienda ubicada en la casa de la esquina, allí atendía un señor de unos 60 años en ese entonces. Él tenía una amabilidad extraña (como morbosa). De un momento a otro, este hombre empezó a regalarme cosas y, pese a que me negaba a recibirlas, siempre que llegaba a casa había algo que yo no había pedido. Así fue como empezó a ganarse mi confianza.


Un día fui a su tienda y me dijo: “Si quiere entre y escoja el dulce”. Entré, cogí el dulce y me fui. Eso pasó en repetidas ocasiones, pero la propuesta un día cambió: “Si quiere entre a mi casa, yo estoy solo, no le dé pena”.


Entré a su casa y, de pronto, se sacó ‘su coso’ delante de mí. Me sostuve de la pared y cerré los ojos, quedé petrificada.


  • Esté tranquila, no pasa nada malo, pero esto es un secreto que tiene que quedar entre los dos.


Me empezó a bajar la cremallera del pantalón y me metió los dedos. Le pedí que me dejara ir, pero me respondió: “Es solo un ratico”. Continué diciéndole que no, hasta que me dejó ir. Después de eso dejé de ir a esa tienda, pero siempre que el ‘cucho’ me veía me tiraba besos.


Pasó bastante tiempo y un día me dije: “Parezco boba por no ir a esa tienda” (que era donde atendían hasta tarde). Así que un día fui y el tendero me preguntó: ¿Por qué no volvió?, no se ponga brava, no se lo vamos a contar a nadie. Nadie tiene porque saberlo.


  • Tranquilo, yo no le voy a contar a nadie- afirmé.


Seguí regresando a la tienda. Me metí en ‘la boca del lobo’ por segunda vez, pues el ‘cucho’ un día me volvió a decir que entrara a la casa de él, que me iba a mostrar algo, pero me aseguró que no iba a pasar nada, así que entré por la tienda, me dio un dulce y me llevó a la puerta de la casa. Pasó lo mismo, se sacó el pene.


  • Respira, todo va a estar bien.


Mientras me decía eso, me bajó los pantalones e intentó penetrarme y no pudo.


  • La puntica no más.


Sentí mucho dolor. Luego vi su miembro con sangre y me asusté.


  • No quiero que me vuelva a tocar- le dije.


Me fui llorando a mi casa y nunca le conté a nadie lo que me había pasado. Nos mudamos de esa casa y, a los años, regresamos al mismo barrio. Con el recuerdo vivo de lo que pasó, me dije que tenía que enfrentarlo, y la verdad titubeé un par de veces cuando estuve cerca de la tienda, hasta que lo hice.


  • ¿Se acuerda de mí? -le dije cuando lo tuve de frente.

  • Pues claro.


Él sonrío de satisfacción, como si hubiesen sido buenos recuerdos.


  • ¿Usted sabe que es un asqueroso?


No dije nada más y me fui.



Ilustración: Angélica Álvarez

 

Capítulo 4

Quince años: “Es una acusación muy delicada”


‘Tiko’ era un hombre alto y grande que se jactaba de ser muy bueno para conquistar mujeres. Él iba a la iglesia donde nosotros asistíamos, allí lo conocí, yo tenía más o menos 13 años y siempre que me lo encontraba me hacía comentarios como: “Si estuviera más grande se casaría conmigo”, y a mí siempre me incomodó. Con el tiempo se ganó la confianza de mi papá y se convirtió en su mano derecha para los asuntos de la familia. Como si fuera un tío, me recogía a mí y a mis hermanos para llevarnos al colegio, me acompañaba en los partidos de baloncesto y así, era muy cercano a la familia.


Una vez mi papá se fue de viaje y ese día había un concierto. Le pedí permiso para ir, en ese entonces ya tenía quince años. Él me dijo que podía ir pero si me acompañaba ‘Tiko’, así que armamos ‘parche’ con mis amigos y fuimos. A eso de las 10 p. m. se terminó el evento y ‘Tiko’ me dijo que si quería ir a comer. No me negué porque realmente tenía hambre, así que fuimos a cenar. Al terminar, me pidió que fuéramos a su casa, que él tenía que recoger algo, así que normal, fuimos.


  • Bájate del carro para que conozcas la casa.


Como era de confianza no vi problema. Él vivía en un segundo piso. Recuerdo atravesar un pasillo oscuro y, de ahí, encontrarme en un cuarto con él (la verdad es que no recuerdo nada más del apartamento). Luego, ‘Tiko’ me empujó contra la cama, se acostó encima mío e intentó besarme.


  • ¡Oiga!, ¿qué le pasa?, ¿qué está haciendo? –le grité alterada.

  • No le voy a hacer nada.


Metí mis brazos entre los dos y empecé a empujarlo. Me sentía encerrada. Luego apretó con su mano mi cara y me besó. Le dije que me llevara a mi casa y su respuesta siempre fue que por qué me ponía así, hasta que accedió, y cuando íbamos en el carro me dijo que tenía que llevar algo al sur de la ciudad. Acepté mientras pensaba en cómo me iba a tirar del carro en caso de que algo pasara.


Seguimos en el auto hasta llegar a las afueras de Armenia, donde están los moteles. Ahí fue cuando me pidió que escogiera uno. Sentí que esa era la señal para salir corriendo, así que, en mi gesto para abrir la puerta, él inmediatamente le puso seguro al carro.


  • ¿Usted cree que yo soy una puta?, a mí me respeta y me lleva a mi casa -le grité.


Lo hizo, me dejó en mi casa y pasaron los días como si no hubiese pasado nada. Continuó llevándome al colegio, recogiendo a mi mamá, y durante todos esos trayectos me levantó la falda mientras me decía que sabía que “gustaba de él”.


Una vez quedó en llevarme a mí y a mis amigos a una boda, ya que mis papás se tenían que adelantar. Así que ‘Tiko’ llegó antes que todo el ‘parche’ y empezó a insistirme para que lo saludara ‘bien’, refiriéndose a que le diera un beso en la mejilla, a lo que me opuse por lo que había estado pasando, así que, por la fuerza, me abrazó. Afortunadamente, en ese momento llegaron mis amigos y nos fuimos. A ellos les conté por primera vez todo lo que me había pasado con este hombre e insistieron en que debía hablar con mi papá, así que eso hice.


Cuando le conté todo a mi papá, estaba esperando que se pusiera de mi parte y, de alguna manera, me defendiera, pero su respuesta fue: “Eso es algo muy delicado. Uno no puede ir por la vida acusando a la gente así porque sí”.


Pensé que la única persona que podía ayudarme lo iba a hacer, pero no. Así que, finalmente, mientras yo me sentía sola, tan sola que empecé a vivir con eso, ‘Tiko’ seguía su vida normal, ‘muy campante’. Una vez más, de los hechos no había testigos, éramos él y yo, y a mí me cuestionaban.


Por Brianna Márquez Cordero


 
 
 

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